domingo, 9 de mayo de 2010
Deriva # 0
Conocí las derivas hace unos nueve años a través de un okupa valenciano que vivía en México y que durante algunos días, que amenazaban con transformarse en semanas, okupó mi casa. A todas partes, es decir, a todas los departamentos o cuartos a los que se mudaba con demasiada frecuencia, llevaba un enorme libro bajo el brazo, algo que él llamaba “su Biblia”, y que después se haría también imprescindible para mí: Rastros de carmín (una historia secreta del siglo XX) de Greil Marcus, publicado hace tiempo por Anagrama. Si se encontrara en las librerías mexicanas y su precio no fuera impagable, regalaría este libro una y otra vez a mis amigos más queridos o a aquellos que veo francamente extenuados y tristes, en el desencanto amargo de vivir aquí y ahora. Rastros de carmín es una crónica (y también, en sus mejores momentos, una aventura narrativa) sobre el revuelto siglo XX, en sus encarnaciones más radicales, antisolemnes y creativas. De Hugo Ball a Sid Vicious, de Dadá a la Internacional Situacionista, Marcus narra los pormenores y las afinidades entre una serie de artistas cuya cualidad común fue la franca hostilidad hacia una sociedad decadente y plomiza, entregada al consumo banal, la guerra y el tedio. Digamos que la historia de esa ¿extinta? inconformidad cultural me perturbó de un modo tan profundo que, apenas lo leí por tercera ocasión (vuelvo a este libro dos o tres veces al mes), me puse a montar una editorial independiente, cuya colección central sería precisamente una serie de ensayos “en contra” llamada Versus, dedicada a la reflexión crítica, muchas veces corrosiva, sobre ciertos lugares comunes, ciertos prejuicios cómodos, de la sociedad actual. La relación entre la lectura de Greil Marcus (seguida de los diarios de Hugo Ball, los documentos situacionistas, la zona autónoma de Hakim Bey, el anarquismo de John Cage, las prácticas estéticas del anadar historiadas por Francesco Careri en Walkscapes, las caminatas de Walser y Thoreau, en fin...) y los vuelcos que comenzó a dar mi vida son tan profundos y complejos, y aún inexplicables para mí, que no intentaré siquiera comprenderlos en este momento, a la vista de todos ustedes. O sí: aquello fue como una especie de reafirmación subversiva de lo que ya sabía (si no es posible cambiar al mundo, hay que cambiar la propia vida), pero que no alcanzaba entonces a traducir en ideas o acciones.
Fue en el libro de Marcus donde encontré a los situacionistas (un grupo de ex estudiantes, ex poetas, ex directores de cine, convertidos en ociosos, fugitivos y borrachos) en sus mejores momentos: el grito sobre la inexistencia de Dios en Notre Dame, las frases y pintas que anticiparon la expresión radical del 68 ("Muerte a un mundo en el que la garantía de que no moriremos de hambre ha sido obtenida a cambio de la garantía de morirse de aburrimiento"; "¡Bajo el asfalto está la playa"!, "No trabajes nunca"), la psicogeografía y las derivas como prácticas de una nueva subjetividad. En cierto momento, comencé a emular a Debord y sus secuaces en el pequeño radio de mi vida cotidiana: renuncié a la oficina y la academia, enfrenté el miedo a la ciudad y me decidí a practicar largas caminatas sin rumbo por el DF, de manera consciente y continua. Ya lo había hecho antes, cuando abandoné mi tesis de licenciatura -que se ocupaba de las relaciones entre la ciudad de México y la literatura de fin de siglo- y preferí pasar de la biblioteca a la escuela de la calle (derivar es también descarriarse) y hacer lo que se llama "una investigación de campo" por los rincones inexplorados del Centro (viví durante un tiempo en una casa construida sobre el techo de una taquería, en la calle de López) o Santa María la Ribera (donde descubrí una iglesia abandonada convertida en teatro por una comunidad de actores desocupados), por ejemplo.
¿Y qué es una deriva? Una forma de vagabundeo urbano que a menudo se prolonga durante días enteros, un reconquista crítica de la ciudad a través de recorridos sin brújula, ajenos a las transacciones habituales del consumo, el trabajo, el espectáculo o el deber. Guy Débord no sólo realizó innumerables caminatas disparatadas, y casi todas etílicas, sino que desarrolló una compleja teoría de la deriva donde la definía como “una forma de investigación espacial y conceptual de la ciudad”: “Una o varias personas que se abandonan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a los motivos para desplazarse o actuar normales en las relaciones, trabajos y entretenimientos que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y los encuentros que a él corresponden.” Incursiones en los barrios marginales, deambulaciones lúdicas por estaciones de trenes abandonadas o edificios en construcción, la idea central del paseo situacionista es pasar de la crítica teórica del capitalismo a la acción transformadora de la vida cotidiana. ¿Cómo? A través de la creación de situaciones en las que cada quien sería el artífice de su propio entorno, un ser imaginativo y dueño de su tiempo que no creería más en las promesas, siempre postergadas, del mercado y que, en cambio, participaría en el mundo con una inmediatez sincera, inconforme y apasionada. La deriva es un desvío, es decir, un deslinde, una renuncia al statu quo y los recorridos asfixiantes de la rutina, una forma de ir más allá de los propios muros, de crear un extrarradio vital.
El situacionismo es el resultado de un marxismo heterodoxo pasado por el chorro creativo del dadaísmo y el surrealismo, es decir, la introducción de la imaginación, el deseo y el placer como actitudes políticas y estéticas. Que el situacionismo haya fracasado, a pesar de ese momento brillante y convulso que fue el 68, no significa que sus estrategias y su actitud hayan quedado enterradas. Es posible adoptar de manera privada la acción situacionista, provocar rupturas en la engañosa parafernalia del entretenimiento o la moda, crear zonas temporales de sensualidad y juego, al margen de las jerarquías y las burocracias. Es extraordinariamente difícil, pero no es imposible.
Hace más de diez años practico derivas (a veces, simples paseos o incursiones breves; a veces largas deambulaciones), por la ciudad. Y fuera de la ciudad. Suelo hacerlas en en pareja, pocas veces en grupo (mis amigos trabajan demasiado). Me acompaño de un paseante con dinamita en los zapatos y buena conversación, que ha escrito recientemente un libro A pie. He conservado registros fotográficos de algunos recorridos (que quisiera más frecuentes), cuando he llevado cámara conmigo. “Cuaderno para Derivas” es el álbum de estas caminatas y sus exploraciones psicogeográficas. También es el registro de la zonas de atracción y repulsión de la ciudad, la pérdida del espacio público y su permanente degradación, el cerco violento del miedo y las neurosis urbanas, frente a las que la deriva resiste con espíritu a veces alegre y combativo, muchas otras, simplemente desconcertado y áspero.
Vivian Abenshushan
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